María Jesús Ferro

2007

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White on white

Una sala blanca que contiene una pieza blanca. Blanco sobre blanco.
Un espacio arquitectónico y, en su interior, una forma geométrica. Volumen dentro de volumen. Percepción de luz y de vacío. Quietud.

Nos estamos acercando a la obra de Ignacio Llamas.

Se trata de una creación artística que atrae a primera vista por su pureza, por su impecable integración en el espacio y por su concordia con el color del entorno. E invita a ir más allá.

A partir de este momento el espectador ha de implicarse de forma activa para seguir participando de la obra. Nos encontramos ante cajas con intencionadas aberturas de las que emana luz. Son ventanas para mirar hacia dentro, suficientemente amplias para abarcar lo que se quiere mostrar y a la par tan estrechas como para que sólo las traspase una mirada cada vez.

Esta mirada privada, individual, nos ofrece diferentes espacios en los que siempre predomina el vacío. Pero se trata de un vacío lleno de sugerencias. Lo lleno impide el paso de nada más, satura el volumen, lo determina y provoca que se cierre en sí mismo. Por el contrario el vacío se abre a otras posibilidades. Da cobijo a un espacio interior que atrapa lo infinito, se inunda de (in)mutabilidad, de trascendencia o de silencio.

Para guiarnos por este espacio interior cada pieza contiene referencias concretas. Pocas y tan escogidas que no hacen concesiones a la distracción. En unos casos se muestran elementos de la naturaleza. Una rama solitaria y desnuda. La naturaleza, como la verdad, cuando se muestra despojada de adornos es más difícil de asimilar para la mayoría. Sin embargo tanto la naturaleza como la verdad, cuando están al descubierto, nos ahorran muchas dispersiones y nos permiten llegar a su esencia. Acceder a la esencia de las cosas es el paso imprescindible para poder disfrutar de su belleza.

El espacio interior también muestra elementos de civilización. Una escalera diminuta, una pasarela o un lago artificial son objetos que ponen al ser humano en una dimensión muy pequeña, pero también son elementos que indican tránsito, aportan una sugerencia de salida, de camino, de movimiento hacia otro lado.
Superficies en diversos planos y alturas, huecos, aberturas y puertas distribuidas en el espacio nos conducen por un laberinto ordenado en busca de algo que siempre está más allá, que no se ve, pero se intuye.

Estos espacios interiores están habitados por otra presencia invisible, la del silencio, un silencio que contribuye a que el tiempo se transforme en quietud, se detenga o, en un caso, se complemente con un sonido de respiración, de un corazón que palpita, que marca el ritmo de la vida humana y se armoniza sutilmente con el sonido vital de quien contempla la obra. En estas obras el artista consigue que lo que muchas veces nos pasa desapercibido por el ruido, que no por el sonido, en el que vivimos, adquiera una magnitud de primer orden. Nos recuerda el valor infinito del silencio, esa pausa a veces difícil pero sin duda necesaria para que la consciencia nos permita discernir cuales son los sonidos válidos. En la música, en el arte, en la vida, el silencio es como poco tan importante como el sonido. El silencio interior es el que nos hace escuchar más que oír y, aliado con otros sentidos, nos lleva a ver más que a mirar. Y quizá a volver al silencio.

Entre los elementos intangibles de estas piezas se halla también la constante sutil de la sombra. De nuevo la sombra es la que nos indica el camino hacia la luz. La sombra como oscuridad, como reflejo de otra cosa, podría parecer un accidente, sin embargo en este caso su presencia es valiosa porque adquiere entidad por si misma, hace posible la existencia de otra realidad que no es materia, aunque surja de ella, y al mismo tiempo consigue que la luz, que aquí más que como su contrario funciona como su complemento, tome una nueva relevancia.

Y siempre la luz. Entorno, por los lados, en el fondo. Surgiendo de lugares imprecisos, pero con una presencia rotunda y determinante. Es una luz que atrae, que concentra, que guía. La luz evoca lo intemporal, lo eterno. Ya lo dijo un poeta en otro tiempo y otro lugar, y afortunadamente podemos seguir escuchándolo aquí y ahora: “Ve hacia la luz, ve hacia la luz”.

En estas obras nada se ha producido de forma casual o sin intención determinada. La mano del artista, que sitúa una rama, una luz o un hueco en un lugar concreto, está guiada por un cerebro configurado de determinada manera por una trayectoria de vida, de experiencia y de búsqueda personal. Esa conjunción especial hace que la inspiración y la creación se materialicen en estas formas concretas, que no nos suenan a nada conocido, y que, trascendiendo su sólo aparente sencillez, se conviertan en piezas únicas.

Cuando nos alejamos de la sala el vacío está lleno, el blanco contiene todos los colores y la luz y el silencio nos han guiado, quizá por unos instantes, a otra dimensión. La obra ha cumplido su función.