Fernando Francés

2008

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The orchid path

El arte ha sido a lo largo de los siglos, más bien de los milenios, consecuencia prácticamente absoluta de la reflexión del artista sobre su entorno doméstico, sus preocupaciones vitales, religiosas e históricas y, también sobre los descubrimientos, logros y reflexiones de los artistas que le han precedido. La historia del arte es algo muy semejante a los eslabones de una cadena que crecían en la medida de las características y singularidades del periodo inmediatamente anterior pero también del desarrollo técnico, de la evolución del pensamiento, del cambio de las ideas sociales, políticas, culturales y estéticas y de las modificaciones generadas de los procesos históricos.

Por otra parte y también durante siglos cada arte ocupó espacios estancos, sin contaminación, sin vasos comunicantes. Los artesanos se separaban en calles como la maestría, entendida como un compendio de técnica y conocimiento, sólo era trasmitida en los talleres de maestro a discípulo, sin fugas externas a una suerte de círculos concéntricos. El gremio era un refugio, un lobby, un sindicato que protegía el conocimiento pero además la independencia, la fortaleza. Estos cotos no eran sólo de artesanos, digamos vulgares, como herreros, carpinteros, sastres o zapateros sino que también eran propios de otros oficios más especializados y nobles como los canteros, doradores, joyeros y orfebres, escultores, pintores y sobre todo los maestros conocedores de las técnicas de arquitectura e ingeniería civil. Durante mucho tiempo pintura y escultura fueron considerados elementos decorativos al servicio de la arquitectura, entendida ésta como el único arte realmente mayor. Se ha tenido que esperar a tan sólo unas décadas para entender realmente que son las ideas las que constituyen el arte y que éste no es patrimonio de rango piramidal de ninguna disciplina concreta. La sociedad, incluso la más actual y culta, sigue siendo demasiado reacia a asimilar determinadas cuestiones absolutamente obvias como que son las ideas lo verdaderamente fundamental en el arte, qué es el artista quién decide qué es arte o qué elementos materiales o no, están al servicio de su obra. Esta idea se pudiera explicar de otra manera, si afirmamos que todo puede constituir la obra pero sólo si es deseo del artista. Ello implica indefectiblemente el final de los límites de los territorios, de los cotos cerrados, de la propia idiosincrasia de las disciplinas. Éstas han perdido protagonismo en la búsqueda de un arte más intelectual y abierto donde el artista tiene la posibilidad de iniciar en cada pensamiento una nueva aventura de exploración. Quizá este planteamiento genérico sea sólo verdad si se entiende el arte como un ejercicio de representación, de búsqueda de patrones hoy posiblemente considerados absurdos o anacrónicos como la belleza o lo superior e inexplicable, lo divino.

Es también por ello que el arte oriental, en realidad, nunca ha tenido estos problemas en forma de dicotomía puritana. El maestro zen no enseñaba a su discípulo a definir la belleza sino a descubrirla. No a dibujar una orquídea lo más semejante posible a la realidad sino a plantarla. No a entender las claves del mundo o de lo inexplicable, sino a meditar sobre ello. Nunca sería capaz de enseñar dogmas sino caminos. El maestro zen nunca incitaría a dominar territorios externos y lejanos sino que motivaría a sus alumnos a controlarse a sí mismo, tareas posiblemente más arduas y difíciles por las que nunca se otorgan medallas ni honores públicos sino gratificaciones de orden espiritual. Posiblemente el control interno y personal sea la única batalla en la que soldado y general son la misma cosa. Es quizá la más dura y difícil de ganar y también la más solitaria. Además ese maestro no enseñaría las claves de una arquitectura grandiosa en su dimensión y complejidad técnica para agradar a cualquier dios sino espacios sencillos e íntimos que invitasen a la reflexión y al conocimiento interior pero además a la común unión con la naturaleza. La persistencia y el control son en esta aventura personal, meta y camino al tiempo. El misterio no es utilizar la naturaleza para fabricar o crear sino inventarla para ser cuidada y en esa tarea aprender a conocerla y a conocerse. El bonsái es quizá el ejemplo máximo de la paciencia y equilibrio que se requieren para meditar. Pero quizá una de las lecciones en las que más incidiría el maestro es precisamente en que el maestro no puede enseñar sino sólo guiar; en que no es el poseedor de la verdad y en que ésta debe encontrarla cada uno por sí mismo en un dibujo, en un junco o en un estanque de nenúfares y mariposas. Del dibujo a la jardinería, de la ebanistería a la pintura, de la escultura a la arquitectura, el arte no tuvo para ese maestro la misión de prostituirse y perderse en búsquedas imposibles como la tentación del realismo sino que cada una de ellas, sus obras, fueron siempre la realidad misma.

Hace unos años el camino de Ignacio Llamas y el mío se cruzaron en un lugar tan poco adecuado para la sorpresa como una feria de arte. Quizá no exista un sitio menos propicio para que surja la magia de la emoción pero cuando al mirar en el interior de una caja blanca, desnuda, absolutamente discreta en su estructura e incluso en su situación en el stand de una galería también silenciosa, la de mi apreciado y valorado amigo Mariscal, un mundo de elucubraciones y sentimientos contradictorios se abrió ante mí. Hacía tiempo que no descubría nada realmente auténtico, nada creíble en un mundo donde las preocupaciones conceptuales, las modas y la copia frívola han adquirido el valor del consenso. Sinceridad, sentimiento, serenidad, poesía… decenas de sustantivos encadenados luchaban en mi mente para nombrar tales objetos a mitad de camino entre la arquitectura y la escultura. Indudablemente existe en ellas una intención de controlar el espacio, de inventar como quien cuida un bonsái, un lugar de reflexión. Sin embargo no hay dogmatismo, imposición alguna, la posición del artista es semejante a la del guía que sugiere un camino pero que éste debe hacerlo sólo en espectador en un diálogo consigo mismo y con la obra. Pero también hay una intención constructiva, edificable y edificante. La idea de usar la arquitectura al servicio del objeto, la idea de la arquitectura como instalación o incluso como objeto de la escultura misma igualmente me ha parecido sorprendente. Pero quizá los más de todo es el uso de ella para sugerir un estadio de armonía interior en el espectador. Quizá la pureza no se encuentre en las catedrales sino entrando en esas habitaciones vacías, en esas casas minimalistas donde un estanque, una puerta, un árbol ayudan a descubrir el escenario donde hacer del arte una realidad personal. Subyace un espíritu oriental en la mirada y en el sentimiento de Ignacio muy aventurado del que emanan a través de su escritura, sus objetos, lecciones sencillas e invitaciones a grandes batallas solitarias en el interior de cada espectador. Él, no sólo es el artista que descubre las claves del misterio, también es el maestro zen que plantaba orquídeas en vez de dibujarlas.