Carlos Delgado Mayordomo

2017

Download a PDF of this text

Ignacio Llamas. The construction of silence

En el fondo de la noche tiembla el árbol del silencio;
los hombres gritan tan alto que solo se oye la luna.

Gabriel Celaya

 

André Breton nos cuenta que Picasso, ante la insistencia de los espectadores en la apariencia inacabada de algunas de sus obras, tuvo que asegurar que «el blanco del lienzo estaba pintado por su propia mano»(1). De este modo, el artista reivindicaba la pertinencia de unos ámbitos sin color que, más que una fractura del lenguaje, suponían el acceso a territorios de la comunicación que solo son inteligibles desde el silencio. A este valor semántico se refería también el filósofo Sciacca al advertir con lucidez que «lo que no tiene sentido es mudo, no es silencioso»(2), diferenciando entre el que quiere hablar y no puede y aquel que elige callar por voluntad propia.

En esta segunda estrategia, donde una elección logra imbuir de significado al silencio, habita buena parte de la poética de Ignacio Llamas. Y no porque su obra implique un grado constante de silencio, sino porque este tiene un peso fundamental en la construcción de la imagen. Hablamos, por tanto, de un silencio visual sugerido de modo sinestésico, que se encuentra modulado a través del recurso del monocromo blanco, que juega con la amplificación del vacío y que posee, por tanto, una alta depuración expresiva. Esta elocuencia desnuda es la que determina gran parte de su producción si bien una mirada atenta, tan difícil de establecer en esta época de superabundancia visual, descubre hilos narrativos que nos recuerdan que el silencio es realmente comunicativo cuando contrasta con el habla.

Va a ser en esta encrucijada entre la decepción escópica (repetición modular, monocromía del blanco, espacios desolados) y la satisfacción iconográfica (sillas, maletas, árboles, vallas, caminos y murallas, entre otros elementos) donde Ignacio Llamas va a encontrar una de las claves esenciales de su lenguaje de madurez. En este sentido, la obra del artista advierte dos niveles de tratamiento morfológico: por un lado, el territorio desolado, inmerso en la aparente neutralidad del blanco y determinado por la ausencia física del ser humano; por otro, elementos iconográficos convertidos en metáforas de las emociones y que permiten la rememoración de una antigua presencia. En este sentido, el hombre no pierde totalmente sus contornos, sino que aquellos que proyecta tienen que ver más con su intimidad espiritual que con su cuerpo.

La luz será la herramienta que module la intensidad de este diálogo a través de distintos grados de relación: en ocasiones, la iluminación dirigirá la orientación de nuestra mirada, como ocurre en los interiores de las habitaciones de sus series Contornos del silencio (2006-2007) y Refugios del Misterio (2008); en otros casos, los elementos iconográficos se ubicarán en el umbral de la oscuridad, una suerte de velo capaz de restar densidad visual y convertir lo narrativo en un ligero trazo de lo real, como ocurre en los más hermosos paisajes de los conjuntos Intemperies (2012-2013) y Vacíos (2014-2015). Y en otras ocasiones, como en su reciente obra Límites (2016-2017), la luz dominará por completo el territorio para revelarnos toda la dramática orografía de un espacio arrasado por el dolor.

Relación de opuestos

Frente al uso recurrente en la teoría humanista del símil horaciano Ut pictura poiesis («como la pintura así es la poesía») será el pensador alemán Lessing quien ponga en cuestión este axioma en su Laocoonte (1776) al sostener la diferencia entre ambos medios. Así, mientras la pintura utilizaría signos yuxtapuestos −formas y colores distribuidos sobre el soporte−, la poesía emplearía signos sucesivos que se irían articulando a lo largo del tiempo; de ahí el carácter espacial de la obra visual, frente a la temporalidad de la literatura. A esta idea también se referirá John Berger al señalar que la imagen estática niega el tiempo en sí misma, pues «la singularidad de la experiencia de mirar repetidamente un cuadro −durante un periodo de días o de años− es que, en medio de esa corriente, la imagen permanece intacta. […] La misma jarra vertiendo siempre la misma leche, el mar con las mismas olas que nunca llegan a romper, la cara y la sonrisa invariable»(3).

La relación de opuestos es una de las principales líneas de investigación de Ignacio Llamas. En este sentido, el artista se ha interrogado en múltiples ocasiones acerca de cómo lograr un adecuado diálogo entre lo natural y lo artificial, lo material y lo inmaterial, universal y lo particular, la figuración y la abstracción, o entre la comunicación directa y el poder de sugerencia. El problema de lo temporal en la obra plástica también ha sido abordado por Ignacio Llamas y lo ha hecho a partir del diálogo que se establece entre ese silencio visual al que anteriormente nos hemos referido y la incorporación, en gran parte de sus esculturas e instalaciones, de un sonido ambiental cuyo acontecer transcurre sin interrupción durante el proceso de contemplación.

Más allá del desarrollo temporal que requiere toda escucha, los sonidos que incorpora el artista remiten a acciones en constante progreso, acompasadas y fluidas, y de alto componente simbólico: el latido del corazón como generador de vida o el tañido de las campanas anunciando la muerte nos sirven como alfa y omega de un amplio repertorio sonoro que atempera la angustia producida por esos espacios deshabitados donde apenas se nos ofrece una narración. Y es que el hombre ha posicionado la mirada como herramienta sensorial primordial en detrimento de los demás sentidos, aun cuando la escucha puede ser definida como nuestro primer vínculo con el mundo a través de los sonidos prenatales del vientre materno. La banda sonora elabora por Llamas tiene una connotación no tanto de apertura como de introspección, y su ajustada mezcla de ritmos envuelve al espectador de una sonoridad polivalente y reverberante que parece remitir a esa acústica irradiante que, aun hoy, conservan los espacios sacros medievales.

Pero el tiempo ocupa un lugar central en la obra de Ignacio Llamas desde una dimensión más amplia: el artista siempre lo estudia, analiza y dispone como elemento de tránsito que modula el acceso del espectador, al que se le otorga la posibilidad de articular la obra desde múltiples perspectivas. Así ocurre en sus instalaciones, donde el espacio es entendido como confluencia y colaboración, mientras que el tiempo se dilata a través de una negociación permanente entre el espectador, el lugar y el dispositivo. De este modo, frente al instante logrado en la modulación estática de la obra clásica, Ignacio Llamas configura sus instalaciones desde el deseo de proponer una experiencia visual amplificada. Al habitar y no solo contemplar, el espectador se transforma en un agente que necesita elucidar el espacio, esclarecer su sentido e implicarse en una cadena de decisiones (cómo y desde dónde mirar, introducirse, bordear, centrar la mirada o abarcar el conjunto) que siempre implica un alargamiento perceptivo.

Las formas de la belleza

Ignacio Llamas ha reflexionado a lo largo de su trayectoria acerca del arte como vía de acceso a un conocimiento que nos permita desvelar respuestas a los interrogantes más profundos del hombre. La creación sería, por tanto, una suerte de viaje interior a través de trayectos modulados por la belleza y por la verdad. Ambos términos, esenciales en las reflexiones estéticas que desde el siglo XVIII abren el camino a la modernidad, pero tan escasamente evaluados en los debates sobre las prácticas artísticas contemporáneas, van a ser recurrentes en las preocupaciones de Ignacio Llamas. Así, en sus escritos Apuntes sobre arte y comunión y La belleza y el arte como sed de infinito(4), el artista apunta a la necesidad de superar el mero análisis racional de la obra de arte para alcanzar, a través de la belleza y la verdad, la comunión con lo Absoluto.

En su concepción de la belleza, Ignacio Llamas no rehúye la posibilidad de integrar en su interior el caos o la imperfección; de hecho, como ya anticipábamos en el epígrafe anterior, él entiende el arte como una relación de opuestos donde diversos planteamientos conceptuales y estéticos pueden convivir al tiempo, sin necesidad de establecer uno de ellos como exclusivamente válido. Este constante cruce de temperaturas va a ser determinante en su poética y articulando la dimensión paradójica (como simultaneidad de lo contrario, de lo «dual») de muchas de sus propuestas; se trata, en definitiva, de un recurso retórico que le permitirá disentir sobre lo inflexible de algunas categorías (paisaje, mirada, realidad, representación) que los discursos culturales dominantes han promovido históricamente.

Estas consideraciones teóricas se han articulado formalmente a través de un proceso evolutivo lento y profundamente meditado. Desde sus inicios como creador, Ignacio Llamas ha ensayado diversas alternativas en la búsqueda de un lenguaje propio, lo que le ha llevado a transitar por un amplio periodo de experimentación pictórica hasta que, a mediados del año 2002, decida abandonar la limitación del lienzo y generar dispositivos tridimensionales habitados por árboles, sillas vacías y, sobre todo, una luz matizada que dibuja a través de las sombras la idea de transcendencia humana. Con estas piezas y, desde 2009, con fotografías que parecen reflejos de esos mismos mundos interiores, el artista consolidará un relato que apela a escribir significados profundos y que nos lleve de la luz exterior a la iluminación interior, de las personas y las cosas a la soledad y el silencio.

Este camino transitivo es esencial en la obra de Ignacio Llamas. De este modo, en su proceso de trabajo el punto de partida es la idea y su comunicación, y posteriormente, la búsqueda de la idoneidad de una morfología que es convocada para vehicularlas. Todo ello, elaborado en un contexto global de digitalización de la mirada y dominio capitalista del arte que parece conformar un tamiz demasiado saturado para establecer una relación contemplativa con el objeto artístico. De ahí, el carácter extraño, incluso disidente, de una obra como la de Ignacio Llamas, tan densa en su construcción y enunciadora de problemáticas sutiles.

Una exposición en tres capítulos

Sirvan estas líneas y las que siguen para prologar, contextualizar y desgranar los distintos capítulos que integran la exposición La construcción del silencio. No se trata de una retrospectiva que venga a establecer una selección de las principales series que han marcado la trayectoria de Ignacio Llamas. Tampoco una presentación, al modo de una exposición de galería, del conjunto de su obra última. El punto de partida que asumimos el artista y el comisario fue preguntarnos acerca de la propia complejidad del espacio expositivo, concretado en las estancias del Palacio de los Reyes adheridas al Museo de Huesca y que constituyen un soberbio ejemplo del románico civil de finales del siglo XII. La especificidad arquitectónica de las tres estancias (Sala de la Campana, Sala de Doña Petronila y Salón del Trono) nos llevó a trabajar cada una de ellas de forma independiente y reflexiva. De tal modo, cada propuesta no busca su independencia en el espacio sino activar un espíritu intrínsecamente conectivo con cuanto la rodea. Al mismo tiempo, todo el conjunto puede ser abordado como una gran instalación compuesta por otras varias que, con una intencionalidad temática globalizadora, investigan sobre los conceptos de soledad y de silencio.

La singularidad del lugar y la apertura formal de las obras seleccionadas (ya no imágenes clausuradas y con una perspectiva unificada sino unos dispositivos complejos y abiertos a la variabilidad perceptiva) establecen un diálogo concebido como transitividad. No se trata ya de aquella teatralidad que Michael Fried achacó al arte mínimal y que tendrá un importante desarrollo posterior, sino de una puesta en escena donde el proceso de acercamiento a la obra forma parte de su semántica. De este modo, la distancia es el ámbito de la duda pero también de la acción y de la toma de decisiones. Así ocurre en el montaje de Límites en el Salón del Trono y de Entornos en la Sala de Doña Petronila: no es posible la contemplación pasiva de estas instalaciones, sino que nos vemos en la necesidad de acceder a ellas desde lejos, abrir múltiples caminos, activar los sentidos a través de nuestra mirada pero también de nuestro cuerpo, ocupar un lugar en el espacio y dilatar nuestra permanencia en torno a la obra. Del mismo modo, las distintas piezas que configuran la serie Refugios del Misterio, distribuidas en la Sala de la Campana, apelan a la reconstrucción retiniana de espacios interiores que se bifurcan, se esconden y se proyectan hacia múltiples direcciones. Cualquier intento de visión estática resulta imposible y el vértigo de la rápida seducción icónica debe ser sustituido por un ojo abierto a las incógnitas.

Toda la exposición funciona como una suerte de mapa que atiende a la necesidad de mostrar algunos de los rasgos más sobresalientes y sustanciales que han marcado la producción madura de Ignacio Llamas. Un mapa que, como todos, se transforma con cada nuevo espectador y que se halla recorrido por líneas que se pierden en sus extremos. Un mapa abierto, próximo a la meseta deleuziana, y múltiplemente conectado pero que nos permite adentrarnos con cierta garantía de éxito en un territorio tan complejo y que sigue en proceso de expansión como el que ha sido trazado por la voz del artista en los últimos años.

En definitiva, la pertinencia de esta exposición radica en su misma necesidad: el trabajo de Ignacio Llamas requiere múltiples posibilidades de disección, análisis y presentación. La construcción del silencio se constituye como un posible campo de interpretación de un discurso que se mueve a medio camino entre la razón y los sentidos, la lógica y la pulsión, que hace visible el espacio en el que se revelan fuerzas naturales de muy diferente orden como la luz, el tiempo, la quietud, la sombra, la ausencia, el sonido o la gravedad, el peso o la densidad atmosférica.

Sobre los límites

Existimos en un mundo enteramente delimitado. Dentro de los actuales procesos de globalización, continuamos levantando muros reales o virtuales y mantenemos un alto grado de agresividad territorial. Toda frontera que trazamos, al interrumpir un flujo, produce escisiones y separaciones que antes no estaban en juego. A Ignacio Llamas le interesa la idea de límite aunque su preocupación no se orienta exactamente a su dimensión social y política, capaz de establecer rupturas en nuestra relación con la alteridad por medio de áreas de exclusión donde se establecen relaciones asimétricas; su interés plantea una dimensión más íntima y que entiende el límite como escenario personal de escisión.

En su concepción de límite se subraya el interés humanista de Ignacio Llamas. O dicho de otro modo: las líneas que cercan la evolución de ser humano, individual y colectivo, son los motivos reflexivos que interesan al artista. Desde un punto de vista iconográfico, estas inquietudes se plasman a través de un intenso vínculo con el paisaje cómo espacio que modula lo que la mirada humana puede abarcar. El paisaje sería entonces la expresión visible de un orden natural que comprende al hombre en las relaciones y combinaciones que lo atraviesan. Por eso hay una conexión permanente entre los paisajes y los hombres, y esa conexión es al tiempo física y espiritual. En este sentido, Javier Maderuelo ha señalado con lucidez que el paisaje no es lo que está ahí, ante nosotros, sino que es «un concepto inventado o, dicho de otro modo, una construcción cultural. El paisaje no es un lugar físico, sino una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar»(5). Próximo a esta línea argumental, Ignacio Llamas elabora su conceptualización sobre el paisaje para constituir un territorio donde explorar los estratos más íntimos del ser humano.

En la instalación Límites (2016-2017), ubicada en esta exposición dentro del Salón del Trono, localizamos una de las principales claves discursivas del artista: un modo de pensar basado en la traslación de su poética a un dispositivo tridimensional con carácter instalativo. El espectador se transforma en un agente que necesita elucidar el espacio e implicarse en una cadena de decisiones que implica un alargamiento perceptivo. Una primera mirada de conjunto nos ofrece una imagen extraña: nueve sacos de escombros, dispuestos entre ellos a una distancia transitable, e iluminados de manera independiente por otros tantos focos de luz. Su vista general introduce un poderoso juego de luces y sombras que se verá amplificado en las otras perspectivas que ofrece la instalación. Al aproximarnos, podemos iniciar un recorrido que nos lleva a descubrir, uno a uno, el contenido de los sacos: nos encontramos entonces con unos paisajes casi desérticos con la leve presencia de puntuales objetos narrativos (casa, valla, puente, entre otros).

Ignacio Llamas interpela una tipología de paisaje sin grandes sobresaltos y donde parece latir la llanura castellana que acompaña a la biografía del artista. El horizonte no es entendido como una línea recta interrumpida por la orografía del territorio, sino como un círculo continuo que cierra y ordena el espacio quizá para preguntarse, siguiendo las palabras de Edmond Jámes, si es posible que el círculo no sea otra cosa más que el infinito desamparo del punto. Nosotros, los espectadores, a través de una posición privilegiada (un plano general contrapicado, una vista a vuelo de pájaro) nos enfrentamos con plenitud a regiones desoladas llenas de intensidades, que vibran sobre sí mismas y que evitan cualquier orientación hacia un lugar culminante.

En esta obra, el artista recurre al espacio cómo metáfora del hombre. A partir de este lugar, teje una red de tensas significaciones dónde explora las limitaciones del propio ser humano pues, más allá de cualquier otra posible interpretación, el propio Ignacio Llamas nos revela que «en el fondo se trata del tema del dolor. Me planteo el espacio como una mirada que uno recorre para contemplar su propio interior. Con el paso del tiempo, he tenido un mayor interés en hablar del dolor. De mi propio dolor, de mis propios límites, que son los mismos que los del resto de la humanidad»(6).

Donde habita el misterio

Frente a estos territorios desolados, la propuesta que Ignacio Llamas plantea en la histórica Sala de la Campana nos introduce en las fronteras que limitan la estructura del hogar, asumido este último sustantivo en su amplia dimensión simbólica. Bachelard pensaba que al acordarnos de la casa aprendemos a morar en nosotros mismos; y es aquí donde concluye que las imágenes de la casa van en dos direcciones: «Están en nosotros tanto como nosotros estamos en ellas»(7). Esta transferencia mutua es la que late en la serie Refugios del Misterio (2008-2009), integrada por diversas cajas blancas que acogen en sus paredes distintas aberturas. De nuevo, el artista nos invita a asomarnos para tomar conciencia de la vida que late en el interior de esas estructuras aparentemente neutras. Pero no es solo la luz que emerge de los vanos lo que orienta nuestro interés hacia el interior de estos espacios; es también el sonido, el latir de la vida que fluye desde esos artefactos de apariencia minimalista, lo que funciona como imán para nuestros sentidos.

A través de estos recursos, Ignacio Llamas invita al espectador a adentrarse en unos espacios simbólicos para indagar en su propia intimidad. De hecho, una de las piedras angulares de la propuesta teórica del artista es una consideración del arte como vía de acceso a un conocimiento que nos permita ofrecer respuestas a los interrogantes más profundos del hombre. En este sentido, esta serie se ubica en una dimensión muy distinta a la densidad visual que domina la actual sociedad global y tecnológica. Al indagar en el interior de estas imágenes descubrimos espacios limpios, modulados por una luz cálida que genera un universo edificado sobre la elipsis.

La pulcritud de estos interiores solo son alterados por un breve inventario de elementos cotidianos de fuerte carga simbólica: una maleta, una escalera, una silla o un árbol. Se abren así dialécticas integradoras a partir de conceptos opuestos: natural y artificial, material e inmaterial, universal y particular, palabra e imagen, figuración y abstracción. De este modo, la dualidad entendida no como enfrentamiento sino como relación fructífera de equilibrio se convierte en la principal protagonista de estos espacios desvelados, tocados por el misterio de lo ausente y mediados por la belleza como expresión inconmensurable.

Con enorme lucidez, Pilar Cabañas ha señalado que las distintas piezas que integran esta serie funcionan como pequeñas tragedias, ya que «requieren de nosotros, no que miremos por sus oquedades como quien se asoma por la ventana de casa para ver qué ocurre fuera. Apelan a nuestra sensibilidad estética para, en comunión con ellas, descubrir a través de sus líneas, de sus objetos abandonados y de sus luces el misterio que allí se esconde, lo que de universal tiene la inquietud del artista. Sentidos ocultos que se deben descubrir por medio de un ejercicio del espíritu»(8). El modo en el cual se presenta –o deja de presentarse– el ser humano en estas obras es revelador: su fisicidad desparece para dejar solo puntuales huellas emocionales. En este sentido, estas pequeñas tragedias son conscientes de la imposibilidad de nombrar a un sujeto humano contemporáneo que se define con nuevos apellidos: «abismado, escindido, vacío, imprevisto, trascendido»(9). Una negación de lo visible del ser humano que opera como procedimiento y estrategia retórica para ahondar en los ámbitos inaprensibles de su intimidad.

El arte como contenedor de enigmas

En la obra de Ignacio Llamas se esconden auténticos relatos cifrados y una comprensión del interior del ser humano que transcurre por unos derroteros nada complacientes. El artista habla del dolor, de la soledad, de los límites, pero también de la posibilidad de transformarlos en herramientas de crecimiento. El propio recorrido expositivo de La construcción del silencio se plantea como una indagación sobre aquello que es esencial en la identidad del ser humano. Este viaje culmina en una obra que, instalada en el suelo de la Sala de Doña Petronila, amplifica la dimensión de la reflexión que el artista ha elaborado a lo largo de los últimos años.

Entornos (2017) se compone de 26 piezas circulares y tridimensionales de yeso distribuidas sobre planchas de madera; incorpora, además, dos elementos recurrentes en toda la producción del artista: luz y sonido. De nuevo, el blanco es el color que modula la uniformidad de la pieza y dispone el conjunto en una dimensión semejante a la del secreto, capaz de hacer merodear en torno a ella múltiples posibilidades interpretativas. Ante esta pieza, podemos convenir con María Zambrano que dejar algo en blanco es «dejarlo sin dueño, deshabitado»(10): solo puntuales elementos iconográficos habituales en el lenguaje del artista (la silla y los escombros) nos señalan un tiempo pretérito donde el territorio estuvo ocupado. Prácticamente no queda casi nada para ver, si apenas las cenizas, mientras que el territorio se descompone nuevamente en distintos ámbitos circulares, sin principio ni fin, acotados pero inalcanzables.

Miguel Ángel Hernández-Navarro ha señalado que «el verdadero trompe l’oeil se encontraría ahora en la sociedad hipervisual del espectáculo. Es ahí donde verdaderamente el ojo goza, donde realmente se le ofrece lo que quiere»(11). La producción de Ignacio Llamas busca indagar precisamente en ámbitos contrarios a este trompe l’oeil: el goce retiniano es sustituido por la ausencia, la quietud, el silencio y el vacío. Es cierto que Entornos existen ecos de esa estética de la transparencia y de la desaparición que Baudrillard predijo hace años como una de las reacciones a la hipertrofia y sobresaturación de la mirada contemporánea. Pero más allá de una contundente réplica al placer visual del espectáculo, el artista nos habla de la necesidad de apaciguar nuestra mirada para poder buscar, seleccionar e integrar con serenidad la belleza de aquello que nos rodea como modo de indagar en la concepción de nuestra intimidad. Se trata, en definitiva, de tomar conciencia de que aquello que nos circunda también nos construye y nos modula como seres humanos.

Lo sensible y lo conceptual discurren al unísono en la obra de Ignacio Llamas para interrogarse sobre el arte como un vector resultado de ambas fuerzas. Las respuestas son poderosas porque ninguna vía de análisis queda formalizada y sellada por completo: las ideas que se generan en la superficie de una obra proyectan su punto de fuga en otra distinta. El arte, pues, como contenedor de enigmas acerca de la propia naturaleza humana.

_______________________________________________________________________________
(1) BRETON, André: Los pasos perdidos. Madrid, Alianza, 1987, p. 123.
(2) SCIACCA, Michele Federico: El silencio y la palabra (Cómo se vence en Waterloo). Barcelona, Luis Miracle, 1961, p. 90.
(3) BERGER, John. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Madrid, Ardora, 1997, p. 39.
(4) Recuperados de https://nacho.bomfim.com.es/Espanol/DeIgnacio.html [Consultado: noviembre de 2017].
(5) MADERUELO, Javier. El paisaje. Actas del II Curso Huesca: Arte y Naturaleza. Huesca: Diputación de Huesca, 1997, p. 10.
(6) Conversación entre Miguel Cereceda e Ignacio Llamas. Disponible en: http://www.arteinformado.com/magazine/n/conversacion-con-ignacio-llamas-en-el-fondo-se-trata-del-tema-del-dolor-4746 [Consultado: noviembre de 2017].
(7) BACHELARD, G., La poética del espacio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 30.
(8) Cabañas, Pilar. Refugios del Misterio. Horno de la Ciudadela de Pamplona y Galería Ángeles Baños de Badajoz, 2008, p. 54.
(9) Martínez-Artero, Rosa. El retrato. Del sujeto en el retrato. Ediciones de Intervención Cultural, 2004, p. 245.
(10) ZAMBRANO, María: Algunos lugares de la pintura. Madrid, Espasa Calpe, 1987, p. 43.
(11) HERNÁNDEZ NAVARRO, M.A. La so(m)bra de lo real: El arte como vomitorio, Novatores, Valencia, 2006, pp. 39-40.