A poetic of volume

Suele ser habitual en la experiencia del arte (cuando se le ha asumido con compromiso y entusiasmo) la aparición de periodos de asfixia, de desorientación o desaliento, que están evidenciando la necesidad de cambios enriquecedores. Estas soluciones de continuidad -que suelen afectar sólo a aspectos parciales del desarrollo artístico- ni se improvisan ni se fuerzan; llegan, si llegan, con naturalidad y el artista las reconoce como carencia o vacío, como desasosiego e incertidumbre, más como desorientación que como duda. En 1931, José Ortega y Gasset comenzaba su libro La rebelión de las masas hablando de “el hecho de las aglomeraciones”, del “lleno”. ¿Qué habría que decir ahora? ¿Qué habrá que decir ya siempre? Todo está lleno. También el arte -su ejercicio y su historia- lo está. Ya nada cabe en los museos, que, además, proliferan de manera espantosa. Todo está lleno; el realismo, el expresionismo, el constructivismo, los recurrentes neos. Ya no es posible otro arte nuevo que el que, lleno de amor y de miedo, se sume en el vacío. A ver qué pasa.

Desde hace cuatro años, la trayectoria artística de Ignacio Llamas, que estaba atravesando uno de esos periodos de expectación, ha dado un salto (¿en el vacío?) y ha alcanzado un sosiego creador y una alegría que confirman el acierto de los nuevos caminos. Afortunadamente, Llamas ha sido siempre un buscador. En consecuencia, no es extraño que encuentre. Lo esencial en la aventura artística es buscar, propiciar con la búsqueda la creación. Pero, para que haya, sensu stricto, creación, es necesario que haya descubrimiento; toda creación descubre algo, y no precisamente mediterráneos.

A estas alturas, intentar debatir si una flor de papel, un lapicero o un reloj despertador son o no son esculturas, resulta baladí. No es posible ponerse, ni siquiera mínimamente, de acuerdo. En cualquier caso, se trata de cosas que tienen volumen. También lo tiene una hoja de papel, por delgada que sea; pero, en este caso, la desproporción de dimensiones impone una categoría de superficie, lo mismo que en un hilo se impone el carácter lineal. No me atrevo a decir que Ignacio Llamas sea, ahora, un escultor; seguramente, sigue estando más cerca de la pintura, que es lo que siempre ha cultivado. Pero es lo cierto que se ahogaba en el plano, que sentía con agudeza la necesidad del volumen.

Y ha hecho virtud de esa necesidad concibiendo el volumen no como una escultura sino como cosificación de una idea lírica, en general compleja, como creación de espacios arbitrarios que adquieren su sentido pleno en la confrontación, necesariamente estética, con otros espacios mayores que asumen la condición de ámbitos. Pero las cosas de Ignacio Llamas no admiten connotación decorativa sino estimulante, provocadora, comprometedora. Cosas que para nada sirven, que no admiten función, pero que alcanzan armonía en la integración complementaria en otros espacios no necesariamente artísticos. Complemento, no subordinación. Llamas entiende -y lo hace bien- el arte como foco, llamada y llamarada. Incendio seco y frío, pero igualmente devastador de tedio y bruma. Un grito de la luz: gritos de luz en un espacio sordo y ciego. Alta misión de la poesía: asir el alma cruda, arrancar antifaces, des-velar.

Consideradas con un criterio escultórico clásico, las instalaciones de Ignacio Llamas son escasamente plásticas; su afán de diafanidad, su equilibrada ligereza, cargan todo el peso en la composición, muy estudiada y bien resuelta; su coherencia, segura, es más ideal que orgánica. Se diría que están huyendo de la tierra, de la sustentación, que quieren sostenerse sin apoyarse. Ni siquiera como concesión simplificadora parece oportuno aceptar la caracterización de estas obras como esculturas. Ni a título provisional y precautorio, ni, mucho menos, como lastre didáctico. No son esculturas ni en la intención, ni en la expresión, ni en la integración. Artificios, juguetes, encajaduras y, sobre todo, espacios, espacios nuevos que buscan su coherente inserción en otros ámbitos. Como contraste, como caricia o como herida. Relación tridimensional, pero sólo subsidiariamente -¡inevitablemente!- volumétrica.

Cada una de las obras de Ignacio Llamas supone una invitación a integrarse en un universo parcial pero subsistente, que es lo que estoy llamando ámbitos, y que el artista ni define, ni limita, ni tan siquiera pretende controlar. Espacios de diafanidad extremada, pero en absoluto dinámicos. Ya he dicho que son escasamente plásticos. Pero no hay que confundirse; son espacios coherentes, de descarada consistencia, precisamente porque Llamas afirma en ellos una estaticidad rigurosa: hasta la luz carece de dinamicidad; las obras son como escenas aisladas de un sueño o como sueños distintos y complementarios que quedan quietos, suspendidos, flotantes. En ocasiones, la imperiosa estaticidad paga tributo a la sustentación, porque, con el volumen, se mete siempre de rondón la gravedad, que, bien utilizada, reafirma y asegura las obras. Aquí, también, es Llamas diferente: ansioso de ingravidez y de luz, lucha contra el lastre que supone la necesidad de sostener o sustentar las obras (o algunas de sus partes) y desarrolla una técnica laboriosa y refinada que intenta disimular las conexiones, aligerar los apoyos, desvanecer las junturas. En esa lucha, el artista no parece haber agotado todas sus posibilidades expresivas y técnicas: en su deseo inlograble de ingravidez pura -¡de luz!-, Ignacio ha de alcanzar en el futuro nuevos recursos. Que le conducirán, seguramente, al hallazgo de nuevos materiales. En cualquier caso, obras así pugnarán siempre por liberarse de su apoyo, y será el espectador el único que pueda, a base de abstracción, secuestrarla de él.