Javier del Campo

2002

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Palabra y objeto

La más reciente literatura estética comienza a interesarse por aspectos que hasta ahora no se abordaban con el necesario rigor. La cuestión de la «belleza» parecía haber quedado en segundo plano en beneficio del «concepto». En la producción artística prima la elaboración teórica, la investigación formal y la complejidad técnica. Valores estrictamente plásticos (elegancia, composición, dominio de la forma, teoría del color) pertenecían a una categoría secundaria, cuyo juicio se omitía siempre en favor de las construcciones argumentales. Las recientes publicaciones de Julián Bell (Qué es la pintura?), Wendy Steiner (Venus en el exilio), James Elkin (Cuadros y lágrimas), así como las exposiciones La beauté in fabula (Aviñón, 2000) y Beau Monde (Santa Fe, Nuevo México, 2002) son, al menos, una seria llamada de atención para cuantos trabajamos en los distintos ámbitos del arte.

La última producción de Ignacio Llamas (del que se recordará su anterior presencia en Caracol) se enfrenta a este debate compartiendo la inquietud por el rapto de la belleza con la consciente tesis teórica.

He seguido la reedición del texto de Willard van Orman Quine (Palabra y Objeto) para desentrañar la propuesta de Ignacio Llamas, apoyándome, en particular, en uno de sus enunciados: Qué objetos podemos llamar reales y asumir como tales? Pensamos sobre cosas reales (nos dice la lógica formal) y sólo somos capaces de darlas forma cuando verbalizamos el objeto, cuando le damos nombre. Hasta aquí parece sencillo, pero ¿qué ocurre cuando los objetos se desnudan hasta carecer de toda carga matérica y cuando inconscientemente queremos identificarlos y en lugar del nombre obvio se nos insinúan presencias-ausencias, palabras-silencios, encuentros-abandonos, instantes-recuerdos? ¿Pierde entonces el objeto su condición de tal hasta convertirse en el concepto verbalizado?

De alguna manera, al complicar la lectura, Ignacio Llamas opta por desnudar, por vaciar al máximo su pintura, limpia de accesorios para que floten en ella las ideas, acercándose (de nuevo cito a Quine) a la mística.

Cada cuadro, cada trabajo, encierra en su interior un completo lenguaje acabado, dentro del cual cobran sentido las palabras. Y sólo en el interior de ese lenguaje las cosas pintadas pueden ser reconocidas como reales. Pues las cosas son el nombre que les damos.