Javier Díaz-Guardiola

2013

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El cielo, hay que ganárselo

Punto de partida

Tener la sensación de haber estado allí antes. Un lugar sin tiempo, casi en la oscuridad, donde los sonidos se convierten en nuestras guías. Miramos a nuestro alrededor y nos sentimos como la Alicia de Lewis Carroll. Nuestro cuerpo, claro que nos pertenece, pero se muestra torpe (acaso por la mala visibilidad; tal vez por no haberse echo aún a la nueva situación, pese a parecernos, esta, familiar); casi diría yo que desproporcionado. La escala no nos convence. Entonces acudimos a las únicas fuentes de información que nos rodean, en busca de una explicación, de un contexto. Estas son esas cajas o contenedores (en algunos casos sobresaliendo de la pared; en otras, sostenidas por sus propias patas) que conforman la serie llamada “Refugios del Misterio” por su autor, Ignacio Llamas (Toledo, 1970).

Estancias blancas. La luz dirige entonces nuestra mirada. Buscamos rastros, respuestas. Tropezamos entonces con algunos elementos que nos servirán de guía durante los próximos instantes: escaleras, maletas, sillas abandonadas, esqueletos de árboles… Para entonces ya habremos dejado de percibir la música que nos envolvía, los toques de reloj o ese insistente sonido repetitivo en el que sí que reparamos nada más llegar allí. Dice el artista que el sonido genera silencio(1). Que ayuda a aislarnos. A eliminar lo superfluo. Quizás tenga razón, porque desde hace tiempo nos hemos embarcado en un tipo de tránsito (“Entiendo el arte como comunicación, como relación. Y, últimamente, incluso, como comunión –me contaba no hace mucho Llamas–. Y me planteo mucho el carácter social de este proceso comunicativo, si debe estar mas o menos sujeto a la realidad. Porque el fondo social de mi obra no es tanto reivindicar derechos, denunciar situaciones, sino comunicar la posibilidad de transformaron interiormente”, sentencia).

“Fisuras” ha llamado nuestro autor a su exposición en el Museo Patio Herreriano de Valladolid. Esta se unía a “Sangrar luz”, en Aranapoveda, su galería madrileña, y “Gritos de luz”, en Adora Calvo de Salamanca. En todos los casos, se trataba de puertas de entrada a la misma realidad. ¿Podemos decir que hemos iniciado algún tipo de desplazamiento? Podemos hacerlo. ¿Creemos que estamos donde nos encontramos? ¿Son ciertas y verificables nuestras coordenadas espaciales? Hasta cierto punto, no nos hemos movido de dónde estamos. Solo nos hemos dejado trasladar por la estancia, ya sea en las sedes de estas exposiciones en las ciudades castellanas o en la capital, o en cualquier otra de una exhibición que realice Llamas ahora o en el futuro más cercano, si se diera el caso. Pero poco a poco asumimos haber iniciado un doble viaje. Uno lo comenzamos hace tiempo, y depende de la edad de cada espectador. Su destino final, pese a que nos desagrade, será común para todos. El otro es individual, personal e intransferible, con sus propios peajes y paisajes, hacia el interior de cada uno de nosotros. Y no me cansaré de hacer alusión a la luz: una luz que moldea las formas, que en la obra de Ignacio Llamas se convierte en un material más; una luz que nos dirige, que nos descubre interrupciones en las estancias límpidas en las que intenta penetrar nuestra mirada a través de esas “fisuras” en los contenedores. Si uno alza la vista, descubre que al final de la estancia un bosque de árboles deshojados impiden abandonar la sala, a pesar de que la luz, que nos llama desde el fondo, nos invita a seguir ese camino. Si uno consigue burlar la atención del vigilante, es inevitable que intente recorrer ese paisaje natural que da signos de agotamiento, cuyas ramas han sido pintadas de blanco. Entonces es cuando repara en la evidencia: estamos dentro de una de las cajas de Ignacio Llamas. En función de las creencias de cada uno de nosotros, sentiremos estar más cerca de nuestra alma, de nuestra esencia. De lo inmaterial que atesoramos. Y no hay vuelta atrás…

Una parada a tiempo

En los últimos diez años, la obra de Ignacio Llamas ha dado un giro evidente. Es a mediados de 2002 que abandona el plano y comienza a materializar su interés por lo volumétrico. Dice el artista que no se considera fotógrafo, aunque la técnica irrumpe con fuerza en sus series más recientes (“No me interesa la fotografía como técnica, sino como proceso”). Un proceso estilístico de búsqueda de algunos años da sus frutos y culmina en el conjunto “Cercar el silencio”. Teníamos la sensación de haber estado allí antes. Así lo expresábamos al comienzo de este texto. En el Museo Patio Herreriano, ha bastado un cambio de sala para reparar como funciona nuestra memoria. Y no nos referimos a que las imágenes que nos devuelven las instantáneas lo sean en blanco y negro (¡Qué difícil se nos hace soñar en colores!). Recordamos esos encuadres. Esas maletas (inequívocos símbolos de viaje), esos bancos. Ahora captados por la fotografía, son los mismos que hace unos minutos percibíamos con volumen dentro de aquellos contenedores. La imposibilidad de comparar lo percibido antes y lo experimentado ahora (eso implica un nuevo desplazamiento, y nunca tendríamos en el mismo espacio las dos realidades), es un desafío para nuestros recuerdos, para nuestra manera de relacionarnos con el mundo exterior. A ello se une además que el cambio de escala es evidente. Y si en la sala contigua teníamos la sensación de ser gigantes, en esta, son las imágenes y sus objetos las que nos engullen. Eso dificulta aún más configurar un recuerdo sereno, fiel a la realidad. Una estructura que recuerda a dos escaleras cruzadas sirve de soporte de algunas imágenes en este ámbito, pero su tamaño, gigantesco, y su disposición, también enciende nuestro recuerdo pero evitan la identificación. Hay fotografías que ceden su protagonismo vinculándose aún más al espacio. Adquieren un carácter objetual y se despegan del muro en una lucha por abandonar el plano. En otras ocasiones, la foto reduce su dimensión hasta la miniatura, en una nueva vuelta de tuerca sobre contenedor y contenido, imagen y escala, realidad y ficción, naturaleza y artificialidad.

No sabemos cuánto tiempo lleva allí esa maleta. Tampoco el que hace que nos acompaña esa silla. Juego de tamaños, sí, pero también de épocas. Las fotografías de Ignacio Llamas parecen pinturas, bodegones para la eternidad. Hay mucha influencia, quizás más de la que su autor cree, de la gran tradición artística española en sus obras. (“Siempre he tenido muy presentes que los espectadores del arte no somos tú y yo ahora, sino que las obras perdurarán. Que tendrán otro espectador dentro de dos siglos. Si anclamos demasiado las obras a la actualidad, difícilmente podrán contar con la dimensión de universalidad que precisan”). Hay que estar preparados para lo que habrá de venir.

Sin principio, ni fin

Hay un verbo que asociado al trabajo de Ignacio Llamas me resulta muy pertinente y descriptivo. Es el de “ensuciar”. Los textos compuestos en las últimas semanas con motivo de sus exposiciones más recientes lo rescatan con frecuencia. Llamas “ensucia” con objetos su imágenes. “Ensucia” sus escenografías con objetos. Son pequeños accidentes que disturban la mirada pero que también dejan patente ciertas heridas, determinados desperfectos. Reparemos en los títulos de sus muestras y de sus series: “Sangrar la luz”, “Cercar el silencio” , “Gritos de luz” (“Ignacio –le preguntaba–, ¿el arte cura?”. A lo que respondía: “A mí sí, aunque no sé hasta que grado. Aunque quizás nos refiramos a un tipo de dolencia más psicológica”): Sin duda, el blanco es el color de la pureza; el fuego, la luz resplandeciente, purifican. La herida duele antes de cicatrizar. Nuestro artista reconoce que el concepto de dolor está cada vez más presente en su obra, y que está aprendiendo a encauzarlo, a dotarlo de su “luz”.

Concepto de belleza. Porque las obras de Ignacio Llamas lo son. La belleza es una relación de equilibrio entre opuestos, admite. Entre lo positivo y lo negativo. No podemos quedarnos en una idea de la belleza como algo atractivo: “Para mí la belleza pasa por muchas cosas negativas. Porque tú puedes narrar la cuestión más dramática pero siempre con un cierto rango de esperanza. Ser hiriente sin ser ofensivo. Eso entra dentro del término belleza, de relación equilibrada de las partes. Lo que no supone que esas partes estén administradas al cincuenta por ciento. A veces las negativas pesan más que las positivas”.

Pero son necesarias para aprender a conocernos, añadiríamos. Es nuestro propio Juicio Final en este viaje hacia la muerte que nos vemos obligados a realizar. Y puede ser el origen de una necesidad tanto de estar a bien con una instancia superior, como con nosotros mismos. Dependerá de las creencias de cada uno. “Desolaciones” se llaman las piezas de la última sala en el Museo Patio Herreriano. En ellas, las partes “ensuciadas” son más evidentes. Durante un largo tiempo, el toledano hizo mayor hincapié en los aspecto positivos: la mirada interior buscaba una paz y un sosiego que daban lugar a una determinada iluminación de las obras. Pero eso no evitaba que el dolor desapareciera. Ahora nos encontramos ante paisajes desolados que penden del techo o se sostienen sobre una peana en los que la oscuridad agudiza la pena. Pequeñas maquetas en las que la amargura hace acto de presencia. Y los mismos sonidos que nos acompañaron al principio, los mismos objetos, adquieren ahora otra dimensión. Pese a ser idénticos a los de antes. Nuestra memoria nos traiciona o nos deja ya finalmente que nuestros ojos se llenen de luz. Las heridas quedaron a la intemperie. Desde las sombras, somos conscientes de nuestro trágico devenir. Sin vuelta atrás. Final de trayecto.

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(1) Tanto esta cita, como todas las contenidas en este texto corresponden a una entrevista mantenida con Ignacio Llamas y publicada en ABC Cultural el 2 de diciembre de 2012. Número, 1.069 y ampliada en el blog “Siete de un Golpe” (http://javierdiazguardiola.blogspot.com.es)

Javier Díaz-Guardiola es periodista, crítico y comisario de exposiciones. En la actualidad coordina la sección de arte, arquitectura y diseño en ABC Cultural.